En los momentos difíciles, sosténlos, consuela sus corazones, y corona su trabajo de frutos espirituales.

martes, 3 de diciembre de 2013

San Francisco Javier

El día que Francisco murió, en aquella lejana isla de la antigua China, muchas personas no se enteraron. La época estaba lejos de destacarse por las comunicaciones y la velocidad de las noticias. Además, Francisco no era precisamente una estrella internacional. Pero era famoso en aquellas tierra y por sobre todas las cosas era querido.
Eran muchas las personas de aquellas lejanas tierras que lo amaban y lo respetaba como se hace a alguien que tiene mucha sabiduría, a pesar de no llegar a los cincuenta años. Algo tenía ese tipo, algo que los demás no tienen.
Su carisma, su entrega, sus ganas de laburar por sobre todas las cosas. Esas palabras que salían de sus labios, capaces de calmar cualquier dolor. "Parece un santo" dijeron varios por aquellos años. "¿Qué es un santo?" dijeron otros que apenas entendían sobre lo que el aventurero Francisco contaba. Algo de un carpintero, que perdonaba, que no juzgaba, que amaba a todos y a todas. Algo de una cruz, de una muerte espantosa pero luego un final feliz. Una invitación a hacer lo mismo.
En fin, muchas cosas raras y apenas creíbles, pero en la voz de aquel europeo sonaba distinto. Hablaba con tanta paz, con tanto amor. Obraba de la misma manera, y eso contagiaba. Invitaba a la conversión, a la cosecha, hablaba de misiones y de misionados. Llegaba a un pueblo (Uno de esos tantos que hay en aquellas zonas) fundaba un centro, enseñaba, organizaba y partía al siguiente poblado.
Francisco no imponía su idioma ni su cultura. Sólo hablaba de Dios y del amor. Aprendía idiomas, se empapaba de las diversas culturas, se enamoraba de la gente.
El día que Francisco murió alguien lo supo: Nunca habría un misionero como él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario