En los momentos difíciles, sosténlos, consuela sus corazones, y corona su trabajo de frutos espirituales.

martes, 23 de julio de 2013

Humberto

Era Domingo y estaba recién llegado de un retiro. Con el grupo de los jóvenes misioneros solemos hacer retiros en el salón comunitario del barrio San José. Venía de experimentar el frío, porque ahí no hay calefacción ni nada. Dormimos en el piso sobre alguna alfombra y el frio se te mete en el cuerpo. Con esa sensación aún en la piel llegue a la parroquia. La noticia que me recibió era que Humberto, uno de los señores que siempre viene a cenar a Caritas, estaba en el atrio del templo, con lo poco que tenía (Su bolsa negra que lo acompaña a todos lados) empapado, enfermo y abandonado. No tenía donde ir, salvo ese pequeño techo del atrio, no podía comer nada. Tenía una herida con un torniquete a la altura de la cintura pero poco más se sabía. Los chicos no habían sabido que hacer con él, le habían dado una manta y algo para tomar. Él esperaba, firme en la puerta de la parroquia, a que pasara la noche, abriera sus puertas Cáritas y así poder hablar con la coordinadora, Cristina, para poder recibir ayuda.
Pero primero había que pasar esa noche y según los chicos no estaba en buenas condiciones. Yo tampoco, mi dolor de garganta y de cabeza era enorme pero escuché atentamente todo. Propuse llamar al 911 y llamé a un par de amigos para ver qué podía hacer. Me dijeron que llame a la comisaría de Victoria, nunca entendí bien por qué. Una ambulancia ya había ido a verlo a Humberto pero no habían podido llevárselo porque él no quería, porque solo lo atendían un rato y después de unas horas lo dejaban en la calle de vuelta. Y ahí tendría que volverse caminando desde el hospital de San Fernando a la parroquia Aránzazu solo.
Agustina, una de las chicas que estaba conmigo, llamó. No le dijeron mucho, que podían mandar una ambulancia pero a nadie más, que había patrulleros pero sólo para recorrer y que, lo más indignante, el servicio de asistencia a personas de la calle sólo funcionaba de Lunes a Viernes. Era increíble, el fin de semana más frío de todo el año y la respuesta era esa. Después de cortar nos mezclamos entre todos los que estábamos ahí en un discurso de bronca e impotencia que obviamente no sirvió de mucho. Finalmente pensé que lo mejor, como siempre, era moverse uno. Y todos pensaron lo mismo. Hicieron un café, agarraron otra manta que había tirada por ahí, un poco de comida y salieron al encuentro de Humberto.

Yo me quedé adentro, tenía mucho miedo por mi anginas. Esperé todo ese rato adentro con un par, pensando en cual había sido el mayor frío que había pasado en mi vida y cuánto tiempo había durado. Después pensaba en que seguramente esa sensación Humberto y miles de personas la sufrían todas las noches de esos crudos inviernos. Cuando volvieron los chicos contaron cómo estaba y el rato de charla que habían tenido con él. Sus historias y anécdotas de vida, la familia que tenía y que lo había abandonado. Su pasado un poco más próspero, la crisis del 2001 que lo había dejado en la calle, su militancia en sus años jóvenes, Perón, Ezeiza, etc. Pensé en lo mucho que me hubiese gustado estar ahí, escuchar su historia, ver su rostro, seguramente pálido por el frío pero emocionado por ese rato de charla. Es que el encuentro con la gente es así, no solamente el plato de comida que llevas o la ropa que donás. La gente suele hacer estos gestos casi con indiferencia a veces. Pero algunos pensamos en compartir, en charlar, en cenar juntos, en reírnos, etc. Humberto y el frío que había experimentado en ese retiro me hicieron pensar mucho en lo que podíamos hacer como personas en el mundo de hoy. También me hizo pensar en Jesús de Nazaret, pobre entre los pobres, invitando a compartir el hambre y el frío si no queda otro camino. También pensé en lo mucho que nos cuesta ese camino.