Era
Domingo y estaba recién llegado de un retiro. Con el grupo de los jóvenes
misioneros solemos hacer retiros en el salón comunitario del barrio San José.
Venía de experimentar el frío, porque ahí no hay calefacción ni nada. Dormimos
en el piso sobre alguna alfombra y el frio se te mete en el cuerpo. Con esa
sensación aún en la piel llegue a la parroquia. La noticia que me recibió era
que Humberto, uno de los señores que siempre viene a cenar a Caritas, estaba en
el atrio del templo, con lo poco que tenía (Su bolsa negra que lo acompaña a
todos lados) empapado, enfermo y abandonado. No tenía donde ir, salvo ese
pequeño techo del atrio, no podía comer nada. Tenía una herida con un
torniquete a la altura de la cintura pero poco más se sabía. Los chicos no
habían sabido que hacer con él, le habían dado una manta y algo para tomar. Él
esperaba, firme en la puerta de la parroquia, a que pasara la noche, abriera
sus puertas Cáritas y así poder hablar con la coordinadora, Cristina, para
poder recibir ayuda.
Pero
primero había que pasar esa noche y según los chicos no estaba en buenas
condiciones. Yo tampoco, mi dolor de garganta y de cabeza era enorme pero
escuché atentamente todo. Propuse llamar al 911 y llamé a un par de amigos para
ver qué podía hacer. Me dijeron que llame a la comisaría de Victoria, nunca
entendí bien por qué. Una ambulancia ya había ido a verlo a Humberto pero no
habían podido llevárselo porque él no quería, porque solo lo atendían un rato y
después de unas horas lo dejaban en la calle de vuelta. Y ahí tendría que
volverse caminando desde el hospital de San Fernando a la parroquia Aránzazu
solo.
Agustina,
una de las chicas que estaba conmigo, llamó. No le dijeron mucho, que podían
mandar una ambulancia pero a nadie más, que había patrulleros pero sólo para
recorrer y que, lo más indignante, el servicio de asistencia a personas de la
calle sólo funcionaba de Lunes a Viernes. Era increíble, el fin de semana más
frío de todo el año y la respuesta era esa. Después de cortar nos mezclamos
entre todos los que estábamos ahí en un discurso de bronca e impotencia que
obviamente no sirvió de mucho. Finalmente pensé que lo mejor, como siempre, era
moverse uno. Y todos pensaron lo mismo. Hicieron un café, agarraron otra manta
que había tirada por ahí, un poco de comida y salieron al encuentro de
Humberto.
Yo
me quedé adentro, tenía mucho miedo por mi anginas. Esperé todo ese rato
adentro con un par, pensando en cual había sido el mayor frío que había pasado
en mi vida y cuánto tiempo había durado. Después pensaba en que seguramente esa
sensación Humberto y miles de personas la sufrían todas las noches de esos
crudos inviernos. Cuando volvieron los chicos contaron cómo estaba y el rato de
charla que habían tenido con él. Sus historias y anécdotas de vida, la familia
que tenía y que lo había abandonado. Su pasado un poco más próspero, la crisis
del 2001 que lo había dejado en la calle, su militancia en sus años jóvenes,
Perón, Ezeiza, etc. Pensé en lo mucho que me hubiese gustado estar ahí,
escuchar su historia, ver su rostro, seguramente pálido por el frío pero emocionado
por ese rato de charla. Es que el encuentro con la gente es así, no solamente
el plato de comida que llevas o la ropa que donás. La gente suele hacer estos
gestos casi con indiferencia a veces. Pero algunos pensamos en compartir, en
charlar, en cenar juntos, en reírnos, etc. Humberto y el frío que había
experimentado en ese retiro me hicieron pensar mucho en lo que podíamos hacer
como personas en el mundo de hoy. También me hizo pensar en Jesús de Nazaret,
pobre entre los pobres, invitando a compartir el hambre y el frío si no queda
otro camino. También pensé en lo mucho que nos cuesta ese camino.
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